miércoles, 20 de enero de 2010

De violencia colectiva y linchamientos



Anita Vertoya


De violencia colectiva y linchamientos

En los últimos 20 años, los que vivimos en este cada vez más desalentador país hemos sido impávidos y mudos testigos de cómo las formas de violencia han ido evolucionando o mejor dicho transformándose a eventos mucho más sofisticados cada día, pero también se han ido convirtiendo en sucesos más sanguinarios, más cercanos y por lo tanto más cotidianos.

No existe día de la semana en que las páginas de los diarios y los noticiarios de los medios de comunicación electrónicos nos dejen de dar cuenta de masacres entre sicarios, de balaceras entre policías y ladrones, de matanzas en las que la población civil nunca sale bien librada, pues aunque no siempre resulta una víctima fatal e inocente en estas rencillas, sin duda es la población la que vive en una constante zozobra ante la lentitud, la corrupción y la indiferencia de las autoridades.

Lo anterior sólo por hacer el recuento de crímenes que se suscitan en las ciudades de manera impersonal; pero qué tal cuando se trata de ejecuciones que tienen que ver con tratos incumplidos entre la policía y la delincuencia organizada, lo cual ha dejado de ser un secreto a voces para convertirse en un grito de desesperación de los mexicanos al sentirse abandonados por quienes se supone deberían ser los guardianes y que hoy sólo son los depositarios de toda nuestra desconfianza.

Sin embargo, no es sobre la delincuencia organizada, ni de la policía corrupta de lo que quiero hablar en esta ocasión sino de un tema que a lo largo de un buen pedazo de mi vida me ha mantenido desconcertada y es sobre cómo opera la violencia colectiva.

El preámbulo da pie a un serio problema mexicano sobre la impartición de justicia y aunque la violencia colectiva es además una costumbre que tiene infinidad de páginas en la historia de usos y costumbres de nuestro México querido, vale la pena resaltar que no es gratuito que “dos sospechosos, aparentemente policías” despierten la desconfianza y finalmente la ira de toda una comunidad.

¿Qué sucede cuando los habitantes de un poblado no encuentran una mano amiga que les haga justicia? Las historias que conocemos nos enfrenta como mexicanos a una realidad que no tiene nada que ver con la cultura, hechos históricos, tradiciones y etcétera; más bien habla, en los últimos tiempos de una terrible frustración provocada por los responsables de nuestro sistema judicial, que a decir de la picardía mexicana hoy se le conoce mejor como nuestro sistema per-judicial.

Las garantías que proporciona nuestro gobierno, nuestro sistema y finalmente nuestros cuerpos policiacos de cualquier nivel ponen a los ciudadanos entre la espada y la pared, simplemente no existen garantías de ninguna índole para el ciudadano común; existen fueros, amparos sólo para aquellos que ocupan un puesto en el gobierno o para aquellos que pueden pagarlo; mientras que los pobres, el vulgo, el populacho se conforma con pagar sus sentencias e incluso con ser los “chivos expiatorios” de un sistema que tiene como premisa no favorecer “nunca” al jodido.

Pero, y por si esto no fuera poco, vamos a añadirle un condimento que hace de esta sopa un platillo para comerse con cubiertos: la ignorancia. Desgraciadamente, y habrá que decirlo con todas sus letras, es también en esos extractos sociales en donde se vive un terrible déficit educativo, en donde la única cultura que permea en muchos casos es la de la herencia ancestral de abuelos a hijos y de hijos a nietos; o bien en zonas más urbanas en donde la escolaridad tiene un nivel mayor, aún ahí, la ignorancia da para que sea la colectividad la que decida el rumbo de los hechos, desde la elección de un gobernante hasta el asesinato masivo.

El asunto es, puede la ignorancia justificar que alguien deseé golpear, masacrar y asesinar a otro que a su vez maltrató, abusó y violó los derechos humanos de un tercero que a decir de la “colectividad” estaba indefenso ante un personaje cuya maldad no se merece otra cosa que el linchamiento; y sigue la pregunta, puede un acto criminal ser castigado con otro acto criminal que rebasa los límites de la saña y la ira.

Sin embargo, en los sucesos de los últimos tiempos (Tláhuac y Otumba) la maldad de los agresores ha quedado tan sólo a niveles de sospechas, pues en ninguno de los dos casos se ha encontrado in fraganti a los supuestos delincuentes que en el caso de Tláhuac, desgraciadamente los elementos policiacos no salieron vivos (y aquí volvemos nuevamente al tema de la ineficiencia) y en el reciente caso de Otumba, tuvieron que emplear a elementos granaderos, elementos de la policía municipal y de la ASE para rescatar a los agredidos de un grupo de enardecidos vecinos.

Es quizá esto lo más desconcertante, ¿qué es lo que le basta a un vecindario para despertar la ira colectiva?, pensar en que a la gente no le suene increíble que dos elementos policiacos estacionados afuera de una escuela pretendan secuestrar, traficar o “simplemente” fotografiar a niños y jóvenes estudiantes en un poblado, es una prueba más de que para la sociedad da lo mismo un asesino, secuestrador, violador, traficante que un agente judicial o policía ministerial.

Para las masas no es sencillo discernir, la impotencia que ha generado el abuso individual ya sea siendo víctima de un delincuente o hasta de la corrupción de un agente de tránsito, lleva al enojo colectivo. Para el grupo enardecido no hay explicación que justifique la presencia de un extraño que violenta la cotidianidad y hasta la intimidad de una comunidad.

Son, por cierto, muchísimos los trabajos psicológicos que se han publicado al respecto de la violencia colectiva y linchamientos, y a pesar de las teorías que cada uno de los autores pueda suponer y proponer, todos los trabajos se congregan en un mismo punto: que cada sociedad que ha vivido la desgracia de protagonizar un asunto como ése, son de algún modo grupos que viven con cierto nivel de frustración, ya sea por su pobreza, ignorancia, pocas oportunidades o grupos minoritarios que día a día luchan contra la intolerancia, el abuso y/o la discriminación.

Y sólo por ponerlo en el tintero, o no sé tal vez rayando en la morbosidad, me pasa por la cabeza la idea de la mañana siguiente al linchamiento de Tláhuac. Fue un suceso que duró prácticamente una noche completa, en la que se asesinaron a dos personas y una tercera quedó gravemente herida tan sólo por el hecho de haberse fingido muerta.

Imagino por un momento bajo qué circunstancia podría yo unirme a un círculo de violencia cómo ése y fácilmente encuentro un motivo que despierte mi ira absoluta, al lado de mis vecinos soy protagonista de un pasaje sangriento y masivo… lo que me cuesta mucho trabajo imaginar es mi vida después, no creo que sea fácil dormir o despertar para hacer mi vida cotidiana, salir y ver las calles por las que se arrastró a los perpetradores creo que sería psicológicamente complicado.

O tal vez no, tal vez piense que esos –no digamos delincuentes- apenas sospechosos se merecían ese fin inhumano y estaría feliz de haber ejercido la justicia que de otro modo hubiera tardado demasiado en llegar. ¿Derecho comunitario o asesinato masivo? Esa es la cuestión.

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