viernes, 13 de agosto de 2010

¡Qué poca madre! ...



foto de autor
Quiero contarles algo que sucedió y que rebasa el punto de la anécdota porque significó mi dosis diaria de indignación. Sólo por agregar, quiero decirles que todos los días intento que ese sentimiento de enojo combinado con impotencia (para mi eso es la indignación) tenga un límite día a día, de lo contrario mi hígado sería un pedazo de carbón y mi úlcera ya hubiera reventado.
Les cuento que hace poco estaba yo esperando una entrevista con la primera dama de un municipio pequeño del nororiente del Estado de México, quiero omitir el nombre por razones que ya explicaré más adelante. Me encontraba sentada en una pequeña salita vieja de terciopelo rojo como a las 11:00 de la mañana, cuando llegaron una pareja de ancianitos pidiendo, como yo, hablar con la presidenta del DIF municipal.
La recepcionista les dijo que por el momento la señora estaba ocupada, que deberían esperar unos momentos y que además había una persona esperándola, o sea yo, que si gustaban, podían esperarla en la misma salita en la que yo me encontraba. Finalmente la señorita les preguntó qué asunto iban a tratar para que ella pudiera anunciarlos. Los ancianitos respondieron que el asunto era “personal”.
Ya estábamos los tres en la salita roja, mirando, esperando. Ella, una mujer tímida, sumisa y muy enferma, pues tosía aparatosamente de cuando en cuando; con el cabello totalmente blanco y explicándole a su esposo, casi murmurando, el dolor que sentía en el pecho cada vez que venía un ataque de tos.
Él, un hombre grande y aparentemente fuerte, hasta que al levantarse y caminar, tenía que hacerlo apoyado por un bastón y por el hombro de su mujer, pues cada paso era terriblemente trabajoso y notablemente doloroso. Al fijarse mejor, se daba uno cuenta de que sus piernas estaban muy hinchadas; levantarse del sillón fue un verdadero triunfo.
Después de unos minutos, una señorita con bata blanca salió de la oficina de la Presidenta y nos preguntó a todos si nos podía ayudar ella en algo, yo contesté que tenía una entrevista y que debía esperarla forzosamente. Ellos, le explicaron lo siguiente: “Señorita, quisiera hablar con la señora para decirle que durante la entrega de despensas en nuestra comunidad, a mi esposa le robaron nuestro abasto”.
-¿Cómo? ¿La asaltaron?- dice la funcionaria
-No señorita, fíjese que yo entré al baño- responde él- Y mientras yo estaba adentro, mi esposa dejó la despensa en el suelo recargada en la pared junto a nuestra bolsa de mandado, en eso una mujer que también es beneficiaria, dejó su despensa junto a la nuestra. Cuando salí del baño e intentamos tomar nuestra dotación, la mujer nos dijo que las dos bolsas eran de ella y que no debíamos tomarlas porque ya tenían dueño. La mujer pidió a un joven que tomara las dos despensas y salieron caminando rápidamente de ahí.
-Y ustedes, ¿qué hicieron después?
- Fuimos con nuestra jefa de grupo, pero como no podemos caminar rápido, en lo que la encontramos yo creo que ya se habían ido los ladrones porque ya no pudimos volver a verlos. Además ni nos acordamos de cómo era la señora ni el muchacho.
Al escuchar la historia sentí ese coraje e impotencia juntos, es decir, la indignación que me provocó saber que una persona con toda la alevosía podía aprovecharse así de dos ancianos que no pueden, ya no digo defenderse, ¡caminar! Para avisarle a alguien que están siendo robados.
Esa ratera, dejó su despensa junto a la otra sabiendo que al final se llevaría ambas sin que la mujer enferma y el señor del bastón pudieran hacer algo para impedirlo; sabía también que no eran del tipo de personas que podrían hacer un escándalo, es decir, la víctima perfecta para llevarse lo poco que reciben una vez al mes… ¡Qué poca!
La señorita de la bata blanca suspiró y movió la cabeza en negativa, seguro que estaba pensando lo mismo que yo y aunque no lo dijo, en sus ojos leí: “¡QUE POCA MADRE!”… La señorita se metió a la oficina para ver qué podía hacer por la pareja de ancianos.
Nos volvimos a quedar los tres en la salita, ellos sabían que yo lo había escuchado todo, así que traté de disimular y hacer creer que el asunto me era indiferente, no quería que ellos me siguieran contando lo que pasó y cómo se sintieron porque entonces mi ira sería mayor y no podría hacer nada al respecto; pero no funcionó y me dijeron que ellos ya no trabajaban, que su pensión, que su dolor, su enfermedad, sin dinero y ahora sin despensa.
Gracias a Dios, llegó nuevamente la señorita de la bata blanca y les dijo que la presidenta había autorizado una nueva despensa para ellos, les pidió que tuvieran más cuidado y que trataran de detectar a la persona que las despojó de su despensa.
Los ancianos se reconfortaron y se fueron muy lentamente a recoger su nueva bolsa con productos de la canasta básica cuyo costo no pasa los 300 pesos, pero que para ellos significa un ahorro de dinero y de energía invaluable. Desde luego no quiero que esta apreciación beatifique al inventor de los programas populares que en la historia de nuestro país sólo han servido para hacernos creer que el gobierno es muy bueno con los que menos tienen y para que una buena cantidad de funcionarios del más alto linaje se sigan haciendo millonarios a sus costillas (CONASUPO, Solidaridad, Liconsa, Diconsa, la lista es muy, muy amplia).
La historia de los viejitos sucedió en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, o mejor dicho no quiero revelar, porque sé que México es “Vivolandia, la tierra del maíz y del vival” y sé que si digo en dónde fue, van a salir “viudas, accidentados, minusválidos, canalizados, dializados” y demás artilugios para conseguir una nueva dotación sin más esfuerzo que una gran actuación.